“Quiero pedirte que te enamores de un hombre
de verdad; uno que te persiga con la mirada y que se pierda en el brillo de tus
ojos. Quiero que te enamores de un hombre con la suficiente hombría para
cocinar por las noches o cuando estés cansada. Un hombre que pueda coser un
botón de tu blusa favorita, para que puedas llegar a tiempo a esa reunión, y
¿por qué no?, que te diga al oído que todo estará bien. Enamórate de un hombre
que sea libre, que sea tuyo, que te ame y que se deje amar por ti. Enamórate de
alguien con quien puedas ser feliz”.
Lo anterior es un fragmento de una carta que
estuvo circulando por las redes sociales en días previos al pasado 14 de
febrero. Me gustó mucho y me hizo regresar de inmediato a mi adolescencia para
imaginar a mi papá diciéndome eso. Después me pregunté: “¿Dónde buscábamos ese
tipo de hombres en aquel tiempo?”. “¿Dónde se encuentran ahora?” Esto me hizo
pensar en mis dos hijos hombres, aún niños, y preguntarme si estoy haciendo lo
que me toca para que, en un futuro, puedan tener relaciones de pareja en las que
acepten y se sientan aceptados, en las que den y reciban amor; relaciones en
las que la igualdad de pareja no los lleve a una lucha de poder, sino que les
permita disfrutar y disfrutarse. La respuesta fue “no”; conscientemente no
estoy haciendo nada al respecto.
El hecho
de que hayamos tenido esa plática no significa que mi hijo ya esté listo para
nada en particular. Sé que no le resolví la vida con ello (ni pretendo
hacerlo), pero sí puedo decir que con esa plática se abrió una puerta, y que
echamos una canica al bote de 100 litros de “pláticas importantes entre
mamá e hijo”. Hablar de lo que significa para mí disfrutar esos momentos en que
te gusta alguien, hizo que mi hijo se sintiera en confianza y se animara a
platicar conmigo –mucho más que otros días– sobre lo que siente. Para mí, eso
es suficiente para poner palomita (checked) por ahora.
Muchas
veces nos preocupamos más por que nuestros hijos no vayan a
tener
novio (a) estando aún muy chicos (as), por que no vayan a quedar embarazadas
(sin son mujeres) o a embarazar a alguien (si son hombres), por que no caigan
en las drogas, por que no se vayan a convertir en borregos de sus amigos o
porque no vayan a sufrir por alguien más, que por transmitirles cómo sí sería
conveniente que entendieran el amor, cómo sí podrían tener relaciones sanas,
lindas y funcionales, llegado el momento.
Fomentar
en nuestras hijas el estereotipo de princesa en espera de su príncipe azul,
como en los cuentos de hadas, puede ser peligroso, pues con ello estamos
fomentando en ellas la pasividad, la idea de que se sienten a esperar que
llegue alguien a “rescatarlas” llevándolas a cenar o invitándolas al cine.
Esto, incluso, puede hacerlas pensar que están obligadas a dar algo a cambio de
esas invitaciones y cortesías (que, además, durante la adolescencia casi
siempre vienen de parte del papá del príncipe azul). Y este “algo a cambio”
puede ser amor, compañía o cualquier acercamiento sexual, aun cuando ellas no
lo deseen, solo por sentir que le deben algo a su amado príncipe.
Por otro
lado, el príncipe puede sentirse rechazado si la princesa rechaza las
invitaciones, o puede pensar que, como hace “tanto” por la princesa, ésta le
debe algo, cuando en realidad, tanto él como ella, están juntos porque así lo
quieren y así lo deciden, y para eso no necesitan desempeñar ningún papel; con
que sean honestos entre ellos es más que suficiente: si nadie rescate a nadie,
y nadie siente que le debe nada a nadie, podrán conocerse más libremente.
En mi
experiencia, este tipo de relaciones (príncipe-princesa) cada vez son menos
comunes, ya que las mujeres están tomando papeles más activos en las relaciones
de pareja, a veces, incluso, en contra de ellas mismas, de sus parejas o
de las mamás de ellos, a quienes les resulta fácil decir cosas como: “¿Quién es
esa muchachita fácil que te está buscando?”. “En mis tiempos ¡jamás pasaban
estas cosas!”.
Quizá la
clave, como en casi todo, sea encontrar ese balance en el que mujeres y hombres
puedan aprender a dar y recibir amor por igual. Ese amor basado en el interés
por el otro, en el respeto, en la libertad de estar por voluntad y no por miedo
a ser abandonado o a que el otro se enoje (las relaciones se basan cada vez más
en esto último). Relaciones basadas en la aceptación de uno mismo y del otro.
¿Cómo
podemos poner nuestro granito de arena y apoyar a nuestros hijos e hijas con el
tema de las relaciones de pareja?
1. Primero que nada, con el ejemplo. Ya sea que
formen parte de una familia tradicional o de una alternativa, es fundamental
ser modelo de amor propio y respeto a los demás. Como dicen: “eso se mama en
casa”, y nuestros hijos ven la congruencia y la incongruencia entre lo que
hablamos y lo que hacemos; nunca debemos subestimarlos.
2. Otra buena estrategia es echarle canicas al
bote de 100 litros de “pláticas importantes entre papás e hijos”. Hablar,
hablar mucho, sobre las cosas que nos parecen importantes: sobre nuestras
propias experiencias, sobre lo que queremos transmitir, sobre lo que ellos
sienten… pero, sobre todo, escuchar, saber qué piensan, qué quieren, qué
desean, qué les mueve; y hacerlo sin juicios y sin querer que sean como
nosotros.
3. Finalmente, empezar a confiar en nuestros
hijos, en que sabrán cómo utilizar sus propios recursos, en que aprenderán de
sus propias experiencias como en algún momento nos tocó aprender a nosotros de
las nuestras. Hay que entender que, al final del día, ellos harán su propio
vuelo y que nosotros solo podemos darles algunos consejos por el hecho de que
ya pasamos por ahí. Y algo muy importante: recuerda cómo las decepciones te
ayudaron a crecer y hacerte fuerte; ellos también lo harán (aunque también a
nosotros nos duela). A fin de cuentas, no se trata de sufrir o no sufrir por
amor en algún momento dado, sino de cuándo y con quién.
F Fuente: http://www.psicologiaparaninos.com/
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